Artículo de opinión, publicado en El Diario de Teruel.
La oratoria es el arte de hablar en público para conmover y persuadir al público de lo que estamos diciendo. La retórica es un conjunto de reglas que se refieren al arte de hablar y escribir de una forma elegante que sea capaz de interesar. Pero la conversación entre los individuos es un diálogo entre dos o más personas que utiliza las palabras para expresar ideas, opiniones, afectos, rechazos o sentimientos no solo para comunicarnos entre nosotros en la vida diaria, sino además disfrutar de las palabras y sus significados.
Observo y lo hacemos todos, cómo diariamente centenares de personas van de un lado a otro caminando o en los trasportes públicos, mirando sus pantallas con los auriculares acoplados a sus oídos, hablando solos, completamente indiferentes a su entorno y con evidente peligro físico, en caso de cruces de vías públicas o cualquier otro accidente inesperado que pueda presentarse. Nos hallamos en manos de nuestros dispositivos móviles para casi todo, al extremo de no poder vivir sin ellos, casi tiranizados por ellos. Pasamos el día hablando no conversando, con amigos, compañeros de trabajo y familia, además de un sinfín de desconocidos o robots mediante mensajes cortos, cuanto más mejor, abreviaturas y emoticonos configurando una jerga jeroglífica moderna. Es un mundo nuevo que aún nos depara mayor dependencia.
La buena conversación es todo un arte, es la forma que nos ha dado la naturaleza en su larga evolución hacia seres inteligentes para compartir vivencias, conocimientos y emociones. Las palabras configuran los eslabones de las frases que nos permiten trasmitir alegría, amor, recelo, odio, pesar, describir nuestro entorno o compartir vida y saberes. Si un observador invisible pudiera describirnos en el día a día, concluiría que vamos camino de ser individuos solitarios que se aíslan voluntariamente y a los que no les interesa interactuar con sus semejantes. A menudo ni las familias alrededor de una mesa en la que comparten la comida, son capaces de aislarse de sus dispositivos para comentar la jornada o sus anhelos y preocupaciones. Se prefiere seguir la vida de otras personas alejadas y desconocidas con las que se crean extrañas afinidades, se emiten opiniones sobre actos de terceros a los que no conocemos, se censura y critica con crueldad bajo la protección de la distancia y el anonimato o bien se exhiben detalles de la vida privada de las personas con total naturalidad. Tiempos nuevos que aíslan al individuo encerrándolo en el mundo irreal de la nube, pero al fin y al cabo tiempos que nos ha tocado vivir y a los que hay que adaptarse.
Viene a mi memoria el encanto de los míticos y antiguos cafés donde tomar un café era tan solo la excusa para encontrarse con amigos con los cuales conversar. Estos cafés atesoran entre sus paredes el eco de las palabras de grandes artistas, intelectuales, políticos y poetas que los han cargado de historia. Ahora, la mayoría de ellos se encuentran huérfanos de esas tertulias y reciben turistas apresurados. El café Procope en el barrio latino de París, acogió las conversaciones que desembocaron en la creación de la Enciclopedia Francesa y las discusiones encendidas de la Revolución, con Danton y Robespierre. El Café Central vienés, vio deambular por su sala a Freud y Trotski durante muchas tardes gélidas recuperándose con un humeante café del invierno de Viena. Nuestro café Gijón, guarda con celo las voces de García Lorca y Valle Inclán. Junto con ellos, el Florian de Venecia, el Gambrinos de Nápoles, Les Deux Magots de Sant-Germain-des- Prés o Els Cuatre Gats de Barcelona y muchos otros más que poblaron la Europa del siglo XIX, fueron auténticos templos de la conversación y todos ellos saben mucho de esas interminables tertulias con las que se nutrían intelectualmente sus protagonistas.
Ahora se ve mermada la capacidad de conversar y disfrutar de una buena tertulia, compartiendo charla sin prepotencia, sin actitudes de rechazo a otras opiniones distintas de la nuestra, en un ejercicio de entendimiento que sirva para conocer otros puntos de vista desde el respeto, que nos sirvan de enriquecimiento personal, viendo pasar el tiempo en amigable conversación por el mero placer de la compañía. Conversar es escuchar al otro mirándole a los ojos en la distancia corta, aprender respetando sus opiniones y creencias, evitando situaciones desagradables que acaban en reproches e indiferencia.
Vivimos en una época que ha alcanzado unas cotas inimaginables de comunicación, nos parece mágico un mundo interconectado global al que estamos siempre vinculados, pudiendo acceder a todos los conocimientos posibles, pero intuyo una gran soledad, un aislamiento mental y una sensación de querer ser escuchados solo en foros virtuales. Nuestro entorno se ha vuelto silencioso, tanto como un desierto de arena, mientras seguimos encerrados en nuestro mundo.
Puedo estar equivocada, pero creo que sin renunciar al mundo que vivimos, porque es el de nuestro tiempo de vida, debemos recuperar el placer de la conversación con el vecino, con el amigo, con el compañero de trabajo, con la familia, con nuestros mayores a menudo sumidos en el más cruel silencio, cuando tanto les debemos, hablar del trabajo, del último libro leído o la última película que hemos visto, esto tal vez no nos haga perder demasiado tiempo y seguro que obtendremos una gran satisfacción personal. No podemos aislarnos en esta soledad virtual, es necesario recuperar el arte de la conversación.
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