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El despertar de las iguanas 


 

Seguía recorriendo aquella ciudad que me sobrecogía a cada paso, silencio tras silencio, con una soledad solo alterada por algún que otro personaje que caminaba alerta al abrigo de sus edificios vacíos; con algún sonido de una puerta o una ventana que se abría o se cerraba, no podía diferenciarlo; tal vez fuera el viento, suave, pero denso el que acariciaba aquella ciudad apenas sin vida. 


 Pude ver al fondo de una calle una vela blanca que asomaba tras una valla. ¡Era un barco! esta ciudad tenía mar …la vela blanca se recortaba sobre un hermoso cielo azul verdoso, el sol bañaba con su luz vespertina una blanca torre de dos cuerpos rodeados de esbeltas columnas, el faro de la ciudad. Estaba apagado, nadie arribaba ni nadie partía de este lugar. De pronto una figura apareció y desapareció sin que apenas mis ojos pudieran percibirla. 


Mi curiosidad era un acicate para seguir por sus calles y plazas, esas calles con edificios altos y soportales blancos me recordaban a grandes mausoleos dedicados a insignes personajes muertos, tan muertos y fríos como la ciudad misma.  

Sus plazas eran amplias, desiertas, con esa luz dorada de la tarde que hacía proyectarse las frías sombras de los edificios y las estatuas. Todas ellas tenían estatuas centrales, un hombre con un raro atuendo se apoyaba cabizbajo sobre un pequeño pedestal, una preciosa venus semidesnuda con los brazos en torno a su cabeza como si estuviera despertando de un sueño, estaba recostada indolentemente sobre su cama de piedra, un hombre envuelto en una túnica como un antiguo filósofo miraba al horizonte desde sus cuencas pétreas, solo eran piedras solitarias en medio de un inmenso vacío. 


Llegué a una plaza porticada como toda la ciudad y observé un reloj en el edificio central, estaba parado marcando una hora, por el color de la luz sería algo más de mediodía, faltaban cinco minutos para las tres de la tarde. De pronto un pitido me sorprendió, era como un silbato agudo, me apresuré a localizar de donde procedía este sonido y me dirigí al lugar. De nuevo un gran espacio, una valla de ladrillos color terracota recortaba la larga figura de un tren, su máquina escupía vaharadas blancas de vapor, me sobresalté pensando que tal vez llegaran pasajeros, pero no era así, estaba vacío como la ciudad. 


Al fondo distinguí unas verdes colinas con grupos de altos cipreses, entre ellos sobresalían las pequeñas manchas blancas de las casas de campo, imaginé que algo terrible debió de ocurrir en la ciudad y la población se refugió en el campo. Posiblemente, una epidemia, el reloj quedó parado en el momento crucial de ese éxodo masivo, habitantes encerrados y otros exiliados en espera de la desaparición de esos malos humores. 


Llegaría un día que podrían de nuevo salir a esas plazas y a esas calles y de nuevo pondrían en marcha el reloj, también volverían los animales y los trenes a pararse, los barcos atracarían y el faro los iluminaría. Todo volvería a latir con ese impulso vital que tienen las ciudades llenas de gente, como en un bosque tropical donde miles de animales se guarecen de las intensas lluvias y de pronto sale un sol 

tibio, luego cálido y despiertan las iguanas. 

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